¿Qué es la muerte?, me preguntaron alguna vez. Yo respondí sin demora: Son dos espejos situados frente a frente, dos
espejos que se reflejan a sí mismos y no reflejan nada. Uno de ellos es la
muerte antes de la vida, el otro es la muerte después de ella. La muerte es un
reflejo sin reflejante, dos espejos vacíos, la nada que se ve en la nada.
Eso es la muerte para los que hemos bebido la sabiduría en las venas de un ser
amado, los que blasfemamos del día y veneramos la noche, los que mordemos la
inmortalidad con los colmillos del tedio y la costumbre, los «otros», los que
siempre hemos estado ocultos, los vampiros.
Mi nombre es Diego, y mi origen se remonta a la época
colonial, cuando la raza de mi padre fue sojuzgada por la espada y la cruz del
europeo. Mi madre fue doña Alejandra del Olmo, una hermosa damisela hija del
acaudalado e influyente don Jorge del Olmo. Mi padre fue conocido por muchos
nombres, pero en este relato le llamo por el que se dio a sí mismo en la lengua
de su pueblo, después de haber sido maldecido por los dioses antiguos: Quanitzin, “Señor de la Sangre”. La mayor parte de
su historia es desconocida para mí, lo poco que sé lo descubrí en antiguos
textos y leyendas que sobrevivieron al pensamiento moderno.
Mi padre fue un mexica, el más grande tlamacazqui de Huitzilopochtli, era temido y respetado por todo el pueblo, incluso
por el Tlatoani, pero por alguna
razón cayó del seno de los dioses y su tonali
fue maldecido. A partir de entonces se llamó a sí mismo Quanitzin porque se alimentaba de la sangre de sus semejantes. Él
podía tomar la forma de jaguar, murciélago, serpiente o búho. Muchos guerreros
y aventureros quisieron cazarlo y darle muerte pero él siempre logró frustrar
sus intentos. Durante mucho tiempo mi padre consiguió sembrar el terror en los
corazones de los mexicas, pero tras la llegada de los españoles no se le
menciona más en la tradición indígena, tal parece que el Señor de la Sangre se escondió en las entrañas
de la tierra cuando su mundo fue destruido por seres de piel blanca y no caminó
entre los mortales durante cien años.
Las crónicas de la Nueva España hacen
referencia a un espectro que bebía la sangre de los vivos y que se ocultaba
ante la aparición del sol. Otros se refieren a un demonio que se veía por las
noches en las bibliotecas de la ciudad que desaparecía antes del amanecer. Quizás
estas historias sólo sean rumores, así que únicamente puedo tomar por verídicas
las palabras que pude arrancarle a mi madre antes de que falleciera y que hacen
referencia a mi negro nacimiento.
Cuando ella tenía dieciséis años conoció a un
caballero de oscura figura que le robó su joven e inocente corazón. Este hombre
era muy alto, cosa rara en su raza, su rostro tenía rasgos indígenas pero su
belleza era perturbadora, casi sobrenatural, su cabello negro que le llegaba a
los hombros brillaba como con resplandores de plata. Hablaba muy bien el
castellano, el latín y otras lenguas, conocía de ciencia, literatura e historia
tanto del viejo como del nuevo mundo. En ese entonces se hacia llamar Miguel
Quanitzin, mi abuelo lo había conocido en la biblioteca de la catedral de la
ciudad donde mi Quanitzin trabajaba como traductor, y su gran conocimiento e
inteligencia le sorprendieron a tal grado que lo contrató como tutor de su
única hija, mi madre Alejandra.
Cuando se vieron por vez primera, sus corazones se
sintieron unidos, un apasionado amor nació entre ellos. Durante cuatro años
compartieron sus vidas y bajo la complicidad de la madrugada y de las doncellas
de la casa vivieron su pasión de forma ininterrumpida. De esos calurosos
encuentros yo fui fruto. Mi madre le ocultó el embarazo a su amado, no por vergüenza,
sino que algo muy dentro de ella le pedía discreción. Por otra parte mi padre
sabia muy bien que su descendencia sufriría la misma maldición que él, y ese
pensamiento lo atormentaba y oprimía su corazón. Pero llegó el momento en que
mi madre no pudo ocultar más su secreto y le reveló a Quanitzin que llevaba un
hijo de su semilla en el vientre. Él no cabía en sí de felicidad, aunque una
sombra de dolor y sufrimiento amenazaba su dicha sin que lo supiera.
Mi padre creyó entonces que el amor de mi madre era
tan grande como para poder revelarle su verdadera naturaleza e historia. Ella
escuchó con miedo y asombro las palabras que él decía, cuando hubo terminado,
cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, él acercó la suya para
acariciar su cabello pero mi madre lo rechazó con un violento golpe, lo miró
fijamente a los ojos y le llamó monstruo, aberración del Señor, lo maldijo a él
junto con la semilla que había puesto en ella.
Tanto se había alargado el encuentro de esa noche
que para el momento en que mi madre repudiaba su amor, el sol ya había salido.
En su desesperación se sujeto a las cortinas y las desprendió de un tirón, la
ardiente luz inundó la habitación y golpeó a mi padre en el rostro, el cual
quedo desfigurado del lado derecho. Con gran dolor que no provenía de su herida
sino más bien de su espíritu, Quanitzin tomó la forma de un gran perro negro,
saltó por la ventana y huyó a través de la calle mientras el sol chamuscaba su
piel. Nunca se volvieron a ver.
Doña Alejandra del Olmo salió ese mismo día de su
casa para no regresar jamás. El resto de sus días los pasó en la ciudad de
Celaya en la casa de una amiga de la infancia que estaba al tanto de todos los
acontecimientos. En ese lugar ella consumió su existencia y a su vez yo nací y
fui criado. Cuando llegué al mundo tenía la apariencia de un niño normal, pero
mi madre sabia que la sangre de aquel monstruo que la había amado corría por
mis venas. Ella me odió, no por lo que era, sino por lo que podría llegar a
ser, pero a la vez me amaba por ser yo el fruto de su único amor, un amor
maldito.
Como dije antes, yo era un niño normal, con la única
excepción de que no toleraba la luz del sol. La primera y única vez que estuve
bajo su resplandor, quemó mi carne y cegó mis ojos, por fortuna mis heridas
sanaron pronto, sin embargo los temores de mi madre se acrecentaron y un
profundo abismo se creó entre los dos. Hasta los quince años la herencia de mi
padre se hizo presente. Entre los dones que recibí de él se encontraba la
fuerza sobrehumana, la facultad de controlar a las bestias que caminan por la
tierra y el don de leer la mente y corazón de los hombres. Por desgracia
también herede su insaciable sed de sangre, la aberración al sol, el castigo de
la inmortalidad y el horror de que mi semilla seria siempre maldita.
Noche a noche mi sed aumentaba, los alimentos
normales me provocaban nausea, el agua quemaba mi lengua, la inquietud por mis
poderes crecía y el hambre de conocimiento me consumía como un fuego interno.
Leí todos los libros que había en casa y los que Lucia compraba para mí, así
fue como conocí la historia de Quanitzin y otros vampiros, sin embargo esto no
calmó mi curiosidad, sólo logró incrementarla.
Ya que mencione a Lucia, es justo que hable del
papel que jugó en mi no-vida. Ella era la doncella más joven de la casa, era
muy bella, de cabello rizado, piel morena y ardiente cuerpo. Ella fue mi primer
alimento y mi primer amor. Su sangre era muy dulce, pero su sexo lo era aún más.
Durante dos años la bebí y la amé, hasta que la maldición de mi estirpe se
presentó en forma de neumonía y me la arrebató. Desolado, con ardor en mi alma,
le exigí a mi madre conocer la verdad. No sin grandes esfuerzos la convencí de
ello, al poco tiempo ella murió de la misma enfermedad.
Con veinticinco años de edad mi cuerpo no envejeció
más, mis facultades se incrementaron y aprendí a controlar mis instintos. Sin
ningún lazo que me uniera a otro ser, decidí abandonar el lugar donde había nacido
para conocer el mundo que sólo conocía a través de libros. Durante años recorrí
el continente, ocultándome en el día y explorando por las noches. Si de mi
padre herede su poder, de mi madre su belleza, lo cual me fue muy útil a la
hora de alimentarme, ya que prefiero beber del cuello femenino, la sangre de la
mujer es muy dulce y nutritiva, no sólo alimenta, también embriaga y estimula.
En mi primer gran viaje bebí de muchas damas, pero
no ame a ninguna de ellas, sabia que cualquier amor que naciera de mí, estaría
de antemano maldito y condenado. Lucia seguía atrapada en mis recuerdos, su
cálida sangre corría aún por mis venas y el olor de su piel me consolaba en los
largos días.
En 1810 termine mi viaje y me uní a la guerra de
independencia. Luche al lado del ejército español. Por mis superiores fui
conocido como un gran soldado, valiente, osado, aunque mis compañeros me consideraban
extravagante porque únicamente luchaba en los combates que se realizaban
durante la noche y en el día desaparecía. Abrase la causa española, aborrecía a
los insurgentes. Muy pronto me colocaron al mando de un batallón. Bajo mi plomo
y fuego cayeron muchos rebeldes, grandes bajas le ocasione a los ejércitos de
Hidalgo y Morelos. Durante una refriega mis hombres y yo fuimos acorralados.
Todos murieron, yo tenía el cuerpo herido por un cañonazo, me dieron por
muerto. Cuando mis atacantes se retiraron me arrastre por el suelo en busca de
un refugio, ya que el amanecer estaba próximo. Encontré una pequeña cabaña y
allí pedí asilo. A mi encuentro salió una hermosa mujer indígena de nombre
Xochitl, heredera de la belleza de las doncellas del Anahuac que cautivaron a
los conquistadores españoles. Su rostro hería de tan hermoso que era, sus senos
eran generosos y firmes, su cintura breve, sus caderas anchas, sus piernas
torneadas y su sexo era aun más suave y tibio que el de mi amada Lucia.
Xochitl vivía sola en ese lugar, su padre y sus dos
hermanos se habían enlistado en el ejército de Hidalgo, a su madre nunca la
conoció porque falleció al darle a luz. Aunque llevaba el uniforme del ejército
español, ella se apiadó de mí, sanó mis heridas, me amó y me alimentó con la
vida de sus venas. Durante los meses que pase junta a ella me habló de la
historia y grandeza de su pueblo, compartió conmigo su herencia y sus ansias de
libertad. No sólo curó mis lesiones, también mi dolor. Entonces por amor a ella
cambie mis convicciones y mi bando, me convertí en guerrero. Me despedí de
ella, regrese al campo de batalla. Luche con más arrojo y fuerza, fui temido,
odiado por todo el ejército realista. Estoy seguro que la victoria total
hubiera sido mía, pero la maldición de Quanitzin y la ponzoña de mi sangre
destruyeron una vez más mis ilusiones.
Sucedió que regrese a casa de Xochitl durante una
tregua, cinco soldados me escoltaban a través del bosque que conducía a mi
destino. Durante el trayecto un extraño presentimiento se apodero de mí, una
insoportable angustia comprimía mi pecho. Cabalgue a todo galope con la falsa
esperanza de que mis temores fueran infundados. Cuando llegue descubrí que los
españoles se habían adelantado, la cabaña se encontraba en llamas y Xochitl
estaba en el suelo con el cuerpo ultrajado, sangrante, sin vida. Ciego de ira
lance un terrible grito que desgarró el cielo y llenó de miedo el corazón de
los que me acompañaban. Esa noche asesine a sangre fría a todo español que se
cruzó en mi camino, sin importar que fuera hombre, mujer o niño. Ignoró cuantos
murieron victimas de mi locura y dolor, pero fueron muchos, demasiados y todas
esas vidas me pesan como cadenas ardientes. Tome el cuchillo que llevaba en la
cintura, corte con él mis muñecas y derramé sobre la tierra la sangre de ella
que aún corría por mis venas, lo hice porque no quería conservar nada que
pudiera alimentar su recuerdo, tan grande era mi dolor, dolor que sólo pueden
sentir aquellos que están estigmatizados por la inmortalidad.
Decidí entonces suicidarme para esa época, escape a
la guerra, al dolor, a los recuerdos. Me oculte en cerros y cavernas. More en
las entrañas de la tierra, rodeado de oscuridad y silencio. Por azares del
destino descubrí la cueva en la que mi padre se ocultó durante la conquista. En
ese lugar se hallaban cientos de libros de diversos autores y temas, así como
también los escritos que contaban su historia. A pesar de que lo odiaba por la
maldición que me había heredado, la curiosidad me impulsó a leer sus
manuscritos, con la esperanza de conocer algo más de mi propia naturaleza. En
aquellas centenarias hojas narraba su historia antes y después de convertirse
en Quanitzin, leí como Tlaloc y Quetzalcoatl lo maldijeron por haber profanado
el santuario de Huitzilopochtli. El dios del agua le sentenció que su elemento
herviría su piel y envenenaría su cuerpo, mientras que el dios «Serpiente
emplumada» sembró la sed de sangre en su lengua. Ambas deidades le dijeron que
Tonatiu lamería su piel y la carcomería como miles de gusanos hambrientos. A
partir de ese momento quedaría exiliado del día y seria arrojado a los abismos
de la noche. Le fue prohibido crear descendencia, y para estar seguros de ello
maldijeron su semilla. Aunque los dioses eran severos, tamben fueron
compasivos, su maldición acabaría cuando la cabeza de mi padre fuera
desprendida de su cuerpo y la sangre de sus venas regresara a la tierra a la
que pertenece.
Tras conocer aquella historia mi odio desapareció y
la compasión tomó su lugar, sentí una honda pena por él y por mí mismo. Estuve
tentado a degollarme en ese instante para encontrar la paz y el olvido que me
traería la muerte, sin embargo no lo hice, en vez de eso regrese al mundo e
inicie un viaje en busca de mi padre. Pensaba que él entendería mi dolor y
pena, ya que yo era su sangre, el único de su estirpe, el único lazo de carne
en el mundo.
En el año de 1850 comencé mi búsqueda, recorrí las
principales ciudades de México y Estados Unidos, atravesé las selvas y
cordilleras de Sudamérica. Cruce el mar y seguí su rastro en Londres, Paris,
Estambul. Visite la
Muralla China, los templos budistas del Tibet, las
bibliotecas y museos de Irak, los Carpatos, pero nunca lo encontré a él o a
algún otro de mi estirpe, sólo descubrí leyendas y mitos de gente ignorante y
supersticiosa.
A principios del siglo XX regrese a México. En esa época
el descontento social había explotado de nueva cuenta, los campesinos tomaron
las armas y declararon la guerra al dictador Porfirio Díaz. Cansado de mi
inmortalidad entré en la lucha con la esperanza de encontrar la muerte a través
de la mano piadosa de un enemigo. En esa ocasión no tome partido alguno, sólo
luchaba por luchar, sin ideologías ni convicciones. Combatía junto al ejército
de Zapata y a la noche siguiente en contra de él. Únicamente me bastaba sentir
el olor a pólvora y sangre para tomar mis armas y descargarlas en cuanto cuerpo
se interponía ante ellas. En una ocasión mis compañeros de armas en turno y yo
interceptamos la vanguardia de un ejercito rebelde. Al mando de esta tropa iba
el llamado Centauro del Norte, el
general Francisco Villa. Di la orden de atacar y comenzó la escaramuza. En el
calor de la batalla una bala de mi carabina hirió a Villa en el hombro y lo
derribó de su caballo. Sabiendo quien era, me acerque a él para darle el tiro
de gracia, pero un violento golpe en la nuca me derribó.
Cuando mire a mi atacante a la cara un estremecimiento
recorrió mi cuerpo y heló mi sangre. No conocía el rostro, sin embargo una
fuerza poderosa emanaba de él, tenia fuertes rasgos indígenas, pero era de
facciones muy finas, tenía una presencia que me inspiraba miedo y respeto a la
vez. Sus ojos negros se clavaron en los míos. Con una de sus manos sostenía un
poderoso machete sobre mi cuello, me preguntó mi nombre mas yo no le respondí.
No obstante le pedí el suyo, quería conocer el nombre de aquel que estaba a
punto de darme la paz que tanto anhelaba. Él esbozo una sonrisa y me contesto:
—Tengo muchos nombres, más que cualquier otro hombre sobre la tierra, pero para
ti soy Miguel, Miguel Quanitzin, teniente del general Pancho Villa—. Era él, a
quien busque durante años, El Señor de la Sangre, mi padre.
Enmudecí de la impresión, aquel que me dio la existencia se encontraba a punto
de arrebatármela, pero mi destino no era perecer bajo el acero de mi padre. Sin
ningún motivo aparente retiró lentamente la hoja de su machete de mi garganta,
se acercó a su general herido, lo montó en su caballo y juntos cabalgaron lejos
de aquel lugar. Me levante del suelo sumamente confundido, ignoraba qué frenó la mano de mi padre.
¿Sería acaso que vio en mí algún rastro de su carne o que el llamado de nuestra
maldita sangre lo llenó de compasión por su hijo? Nunca lo supe, ya que jamás
lo volví a ver ni a saber nada de él.
Al finalizar la guerra me sentí asqueado del curso
que tomaron los acontecimientos políticos, y me recluí en una gran casa de la
calle Coyoacan. Al igual que algunos revolucionarios, yo pude obtener una gran
fortuna mediante el hurto y el saqueo. Gracias a ella pude hacerme de una
enorme biblioteca a la que he dedicado los últimos noventa años. Sigo
alimentándome de hermosas mujeres, pero no he entregado mi amor a ninguna. Me
sepulté en estas paredes y sólo salgo al amparo de la luz de la luna para
alimentarme.
Mi sangre morirá conmigo, no he dejado mi semilla
en vientre alguno, y espero que esto sea el fin de la maldición de Quanitzin.
En estas hojas dejó plasmada la historia de mi existencia con la esperanza de
que alguien sea capaz de encontrarla y tomarla como un testimonio real y no
como un desvarío fantasioso de una mente demasiado inquieta. Aun creo que la
muerte son dos espejos situados frente a frente y sé que cuando mi reflejo
aparezca en ellos, yo dejare de existir.
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