Hace tiempo
que no ponía un texto mío en éste espacio. Retomando la costumbre, comparto un
relato al cual le tengo un especial aprecio, pues fue mi primer cuento de
terror cósmico englobado dentro de los Mitos de Cthulhu. Espero lo disfruten.
Viajero Profundo
La sonda espacial Viajero
Profundo atraviesa velozmente un campo de asteroides, en su ya muy extenso
viaje. Setenta años atrás fue lanzada desde la Tierra para cumplir una misión
en especifico, alcanzar el corazón mismo del universo y recabar información de
lo que allí se encuentre.
En sus varias décadas de trayecto, el
pequeño aparato, impulsado por energía solar, ha enviado impresionantes
imágenes de planetas y estrellas situadas más allá de la perspectiva de los
hombres. Se recuerda en especial las extrañas y polémicas fotografías de la
superficie de Plutón.
En dichas imágenes, podía apreciarse lo que
parecían ser construcciones hechas por seres inteligentes. Sin embargo, las
fotografías no tenían la nitidez suficiente como para afirmar o negar nada, y
dado que la sonda no podía regresar a capturar más imágenes, el evento fue
rápidamente olvidado sin que llegara a resonar en la prensa.
Medio siglo había transcurrido desde la
polémica de las fotos plutonianas, y desde entonces nada fuera de lo ordinario
había sido descubierto por la sonda. Así que el interés por el proyecto Viajero Profundo no tardó en enfriarse
tanto como los vacios insondables que el aparato cruzaba en su ininterrumpida
travesía.
El proyecto en sí habría caído en el olvido
total de no ser por el envío mensual de información por parte de la sonda, la
cual era recibida y procesada automáticamente por una computadora especialmente
diseñada para ello.
Pocos en la NASA le prestaban atención al Viajero Profundo, ya fuera porque
proyectos nuevos y más prometedores llamaban su atención o porque las nuevas
teorías habían establecido que el Universo era infinito, y por lo tanto no
tenía un centro al cual llegar.
Se asumía que la sonda seguiría viajando
indefinidamente, hasta que dejara de transmitir información por una
descompostura seria o colisión con algún cuerpo cósmico. Pero hasta que eso
ocurriera, alguien debía de encargarse de la información del Viajero Profundo. Ese alguien era
Jonathan Brown, un astrofísico joven y brillante egresado de la Universidad
Miskatonic en Arkham. Brown tenía grandes ambiciones, esperaba descubrir un
nuevo planeta o cuerpo celeste, o revelar la verdadera esencia de la materia
obscura. Así que lo último que deseaba era pasarse los días frente a un monitor
en espera de las fotografías de la semiolvidada sonda.
Ya que el sistema del Viajero es antiguo y la distancia es enorme, la información no
puede ser transmitida de forma continua, ésta debe ser enviada poco a poco en
bloques, cinco fotografías por hora hasta alcanzar la cantidad de treinta
imágenes. Estas fotografías son enviadas junto con lecturas de temperatura,
presión, acústica y radiación. La sonda no tiene control sobre la información
que captura, tan sólo activa sus sensores cada cierto tiempo preprogramado y
registra lo que se encuentra a su alrededor. Razón por la cual la mayor parte
de las veces la información corresponde a espacios vacios y objetos sin ningún
interés.
Esa noche en particular, Jonathan Brown
desea irse a casa más que nada. Él es el único que aún se encuentra de guardia
en el edificio, a la espera de la información del Viajero Profundo y se siente sumamente aburrido. En ese momento
bien podría estar en cama, rodeando con sus brazos a Jessica. Así que en lo que
a él concierne, ese maldito aparato podía irse al infierno junto con su
información inútil.
Sumamente molesto por la situación, no se
percata de que el primer paquete de información es recibido por la computadora.
Un pitido electrónico le indica que los datos se encuentran listos para ser
decodificados, pero Brown no tiene prisa. Después de todo, aún tiene que
esperar seis envíos más y redactar un tedioso informe al respecto.
Abrumado por la perspectiva de lo que le
espera, se levanta malhumorado de su escritorio, arrancándole un sonoro quejido
a la silla. Atravesando un pasillo mal iluminado llega a la sala de empleados,
sólo para descubrir que la cafetera se encuentra vacía, teniendo que
conformarse con una soda de la máquina expendedora.
Arrastrando sus pasos regresa a la gran sala
de información. Decenas de monitores brillan y parpadean en la semipenumbra. De
pronto, volver a su estación de trabajo se le antoja insoportable. En un
intento por tranquilizarse busca entre sus ropas la cajetilla de cigarros, pero
para su molestia, la encuentra tan vacía como la cafetera. Furioso arroja el
empaque vacio al suelo mientras maldice su mala suerte. De pronto lo recuerda,
Spencer, el analista informático, fuma tanto como él, así que se dirige a su
escritorio con prontitud. Corre con suerte, debajo de una revista pornográfica,
en cuya portada una llamativa morena sonríe con lascivia, descubre un paquete
comenzado de Lucky’s.
Ignorando toda regulación enciende un
cigarro en el interior, para posteriormente dejarse caer pesadamente en su asiento.
La monocorde alarma de la computadora no deja de sonar. Con desgana le da las
instrucciones a la máquina. Casi de inmediato la pantalla comienza a desplegar
la primera imagen; tal como Brown sospechaba, ésta no muestra nada de interés a
simple vista. Pero pronto algo en ella llama su atención, un minúsculo objeto ubicado
justo en el centro de la imagen. Es muy pequeño, casi nada, pero ahí está.
La fotografía no es tan claro como debiera,
además, el objeto en cuestión se encuentra demasiado alejado de la sonda como
para poder identificarlo. Brown da otra instrucción a la computadora y el
monitor despliega la siguiente imagen, ésta no difiere mucho de la anterior e
igualmente muestra ese objeto misterioso. En un primer momento se le ocurre pensar
que quizá se trate de algo que se haya adherido a la lente, pero pronto
descarta esa idea, por la progresión de las demás fotografías se puede ver que
el objeto aumenta de tamaño mientras el aparato se aproxima a él. Al parecer
éste se encuentra inmóvil en su sitio, lo que es sumamente extraño. Intrigado
por este descubrimiento, Brown revisa el resto de las imágenes y confirma su
hipótesis, el objeto es real, se encuentra en una órbita estacionaria y parece
ser sumamente grande, dado el aumento de tamaño que presenta de una fotografía
a otra.
Desafortunadamente, las cinco fotografías no
aportan más datos acerca de aquel misterioso objeto que flota en la inmensidad
del espacio profundo. Pero lejos de desanimarse, Brown revisa las lecturas de
los sensores de la sonda. Nada fuera de lo ordinario descubre en ellas. Aquello
no le sorprende, después de todo, el objeto se encuentra aun demasiado lejano
como para tener alguna lectura precisa. Así que no le resta más que esperar una
hora, hasta que el próximo paquete de información sea enviado por el vehículo.
Mientras pasan aquellos minutos comienza a
realizar complicados cálculos matemáticos para tratar de establecer la posición
del Viajero Profundo. Al terminar la
ultima ecuación de un respingo que casi lo tira de la silla. Realiza los
cálculos en dos ocasiones más, llegando siempre al mismo resultado. Enciende un
nuevo cigarrillo y contempla con incredulidad los números que tiene frente a
sí. Aún sin poder dar crédito introduce algunos datos en la computadora, en
cuestión de segundos el monitor muestra el mismo resultado al que él había
llegado.
Incrédulo todavía, se levanta de su
escritorio y corre a toda velocidad hacia la sala de archivos de la NASA. El
almacén ocupa todo el sótano del edificio, el cual se encuentra lleno hasta el
tope de cajas herméticas de plástico, en las que se guarda toda la información
que la agencia espacial ha producido desde su formación. Le toma más de treinta
minutos el encontrar lo que busca entre la humedad y la pobre iluminación.
Cuando regresa a su estación de trabajo lo
hace cargando dos de aquellas cajas y un par de cilindros de aluminio. Justo
cuando deposita en el suelo su cargamento, el pitido de la computadora le
indica que el segundo paquete de información ha llegado. Sumamente excitado
teclea las órdenes y observa la primera imagen. En ésta, el objeto ha
multiplicado cuatro o cinco veces su tamaño, aunque sigue siendo imposible
identificarlo con algo. El resto de las fotografías no muestran nada nuevo, tan
sólo el constante aumento de tamaño del misterioso objeto. Las lecturas de
radiación, acústica y temperatura tampoco muestran nada fuera de la norma.
Brown decide entonces intentar calcular el
tamaño de aquella cosa basándose en los datos que ha reunido hasta entonces.
Sus resultados le indican que aquel objeto tiene un tamaño estimado de 75, 496 kilómetros,
un poco más grande que el planeta Júpiter y un volumen mil veces mayor al de la
Tierra. Claro que en términos astronómicos un tamaño similar no es tan
sorprendente, pero el descubrimiento de un objeto desconocido de esas
dimensiones en una zona inexplorada del cosmos es, sin lugar a dudas, algo
sumamente interesante.
La mente del astrologo comienza a trabajar
velozmente. Es plenamente consciente de que él es el primer hombre que ha
mirado aquellas regiones apartadas del cosmos, el primero en descubrir aquel
masivo y desconocido objeto. Aún es muy pronto para afirmar nada, pero quizá
éste sea el descubrimiento que ha anhelado durante tanto tiempo. Quizá se trate
de algún enorme planeta, o de algún titánico meteoro que por alguna razón
desconocida se mantiene suspendido en el espacio. Sea como fuere, bien puede
ser lo que le traiga la fama y el reconocimiento que tanto desea. Con ello en
mente, apenas puede esperar a recibir el próximo envío de fotografías.
Distraído en esas cuestiones, Brown olvida
las cajas que había traído consigo del almacén y que sólo recuerda cuando sus
ojos se topan con los números garabateados minutos atrás sobre su escritorio.
Retomando aquello, abre una de las cajas y busca entre innumerables folios los
datos de la sonda Viajero Profundo,
en especial, la ruta que la sonda debía de tener y mantener durante su trayecto
hacia el centro del universo.
Tras varios minutos de búsqueda, por fin da
con la información. Esta se encuentra en una carpeta de cuero azul, ya algo
descolorida por el paso de los años. Dentro se encuentran no más de media
docena de cuartillas, escritas a mano con una caligrafía muy delgada y
elaborada. La mayoría de las hojas están llenas hasta los bordes de algoritmos
y teoremas que Brown mira superficialmente. El resto son anotaciones sobre la
misión y la sonda. Por fin, al final de la última línea de una de aquellas
páginas, encuentra la información que necesita. Según los datos originales, la
sonda seguiría durante todo su vida una ruta fija, siempre paralela a las
orbitas de todos los objetos conocidos hasta ese momento, para con el tiempo
llegar al centro mismo del universo y quizá con ello entender nuestro origen.
Con todo ello en mente, Brown compara los
datos originales con los resultados que obtuvo al revisar las fotografías
enviadas por el Viajero. Tal como
suponía, la sonda había visto alterada su trayectoria por alguna causa indeterminada
y se encontraba en algún punto completamente desconocido del cosmos. Cotejando
sus propios datos, las coordenadas originales de la sonda, las fotografías y
los mapas de estrellas que trajo en los cilindros de aluminio, intenta
determinar la posición de la sonda y del misterioso objeto. Con gran
frustración debe admitir que no es capaz de hacerlo. Las formaciones estelares
que muestran las fotografías no corresponden a ninguna conocida por el hombre. La
sonda viaja por espacios inconmensurables, situados más allá de lo imaginable,
lugares jamás vistos por seres vivientes.
Sabiendo esto, no puede evitar mirar con
temor y reverencia el nuevo juego de imágenes. En ellas el objeto sigue
incrementando de tamaño, pero continua sin poder ser identificable. Esto le
hace pensar que quizá sus cálculos hayan sido equivocados, y que el verdadero
tamaño de “aquello” sea dos o tres veces lo que el suponía. Pero más
sorprendente aún, las fotografías muestran que la cantidad de estrellas en la
zona circundante comienzan a disminuir dramáticamente, como si alguien las hubiese
extinguido haciendo descender un negrísimo telón.
Superando la sorpresa y el asombro, Brown
cae en la cuenta de que las cosas no cuadran. A pesar de que los datos son
correctos, estos no corresponden con lo que es real. Nada explica el por qué la
sonda abandonó su curso, ni por que aquel objeto no deja de crecer mientras el Viajero se aproxima a él, ni por qué las
estrellas a su alrededor comenzaron a desaparecer tan subrepticiamente.
Su mente racional busca con desesperación
traducir todo ello a términos racionales con los cuales pueda trabajar, pero
sus intentos se quedan demasiado cortos. Quizá ―piensa para sí― algún campo magnético o gravitacional de gran
singularidad arrancó a la sonda de su trayectoria original, lanzándola a gran
velocidad hacia un lugar desconocido del espacio profundo. Infortunadamente
esta hipótesis dejaba a su paso más preguntas que respuestas: ¿Qué clase de
singularidad pudo sacar a la sonda de su trayectoria? ¿Cómo y dónde surgió esta?
¿A qué velocidad debe estar viajando la sonda para alcanzar semejante
distancia? ¿Cómo es que no se había percatado antes del radical cambio de
trayectoria de la sonda? Y la más inquietante de todas, ¿Qué es aquella
titánica cosa que flota suspendida en la inmensidad del espacio?
Algunas de esas cuestiones pueden resolverse
con relativa facilidad, como el por qué no se había percatado del cambio de
rumbo, lo cual únicamente puede deberse a su propia negligencia respecto al Viajero. Pero otras no pueden ser tan sencillamente
respondidas.
La siguiente serie de fotografías sorprenden
a Brown en medio de sus cavilaciones, las cuales lejos de darle respuestas, le
traen aún más interrogantes. El titánico objeto permanece ahí, inmóvil, inerte,
gigantesco y frustrantemente ilegible. A pesar de ocupar cada vez más espacio
en las imágenes, estas no pueden dar los suficientes detalles sobre la cosa que
muestran. Aún así, esa «cosa», sea lo que sea, comienza a hacerle sentir cierta
inquietud.
Conforme avanzan los minutos, su turbación
poco a poco va tomando forma de recuerdo. Se ve a sí mismo en la enorme
biblioteca de la universidad, matando el tiempo en la sección de libros raros
hasta que llegue la hora de su cita con Jenny, la hermosa capitana del equipo
de porristas. Ya que el asistente del bibliotecario le debía un par de favores,
este le había dado las llaves de la zona restringida, las cuales utiliza para
acceder al que juzga el más extravagante de todos aquellos viejos volúmenes.
El libro en cuestión es un gran tomo
encuadernado en cuero negro, sumamente maltratado por los años y el uso. Sus
páginas son gruesas y fibrosas, de un amarillo opaco que parece enfermizo. Está
escrito en un idioma que no reconoce, quizá latín, afortunadamente alguien ha
escrito algunas anotaciones legibles en los márgenes de varios de los folios.
Aún así no entiende prácticamente nada de los toscos y apresurados garabatos de
la traducción, como si el autor los hubiese hecho nada más para su muy
particular entendimiento.
Está a punto de abandonar la lectura cuando se
topa con un grabado de contenido astronómico, el cual parece ser una primitiva
representación del universo, la que no sería nada sorprendente de no ser porque
en su centro está plasmada la monstruosa figura de un ser amorfo y tentacular
que rige toda la escena. Según las anotaciones que acompañan al grabado, se
trata de la representación de un tipo de deidad primigenia que yace justo en el
centro del universo, burbujeando y blasfemando como el indiscutible motor del
caos absoluto. Para el autor de las anotaciones, este dios-demonio de nombre Azathoth, es la fuente de todo lo
monstruoso que hay en el universo, y que a pesar de ser ciego e imbécil, es
mejor no meterse con él y dejarlo para siempre en su sitio, bullendo y
blasfemando hasta el final de todas las eras.
Como estudiante de astronomía en pleno siglo
XX, aquella idea de un universo plagado de monstruos espaciales debería de
parecerle irrisoria, sin embargo, algo en la insinuación de la existencia de un
ser que es la encarnación misma del caos como centro de todo lo que existe, le
llena de cierta inquietud. Después de todo, ¿qué sabe en realidad el hombre de
lo que hay más allá de su escasa percepción del cosmos?
Cuando vuelve al presente, todo el peso de
la situación cae sobre sus hombros con toda su inconmensurabilidad. Pues él
será dentro de poco el primero en ver qué es lo que hay más allá de la comprensión
del hombre.
Temblando de emoción y con un nuevo
cigarrillo en la boca, le indica a la computadora que decodifique el nuevo
paquete de fotografías. La primera imagen basta para enloquecerlo, pues muestra
una titánica masa informe de demencial naturaleza que gime, babea y roe, monstruosamente
agazapada en el eje del vacío más puro.
Infortunadamente para Brown, la infame máquina
está programada para mostrar de manera automática el resto de las fotografías,
sumergiéndolo con su visión en abismos de horror cada vez más terribles y
absolutos.
A la mañana siguiente, el personal de limpieza descubre
horrorizado el cadáver de Brown con la cabeza aún incrustada en el monitor de
su computadora. En algún punto, su frágil naturaleza humana piadosamente se
fracturó, antes de que las imágenes le mostraran la verdadera apariencia del
ser. Con el ultimo atisbo de cordura que le quedaba, se había arrancado los
ojos de las orbitas con sus propias manos y golpeó su cráneo contra la pantalla
del monitor hasta que ambos se quebraron en un chisporroteo eléctrico.
Es afortunado, puesto que desde el mismo
momento en que el Viajero Profundo
comenzara su travesía, todos estábamos ya condenados, pues la diminuta sonda
termina su viaje impactando contra el dios-demonio, despertando con ello la
atención de Azathoth hacia nuestro
mundo.
Y aquel Caos colosal, primigenio y deforme
ya viaja ansioso e imparable hacia nuestro encuentro.
Sólo es cuestión de tiempo…
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