Ella camina sigilosamente por
el pasillo, la alfombra suaviza el sonido de sus pisadas. Lentamente y
saboreando cada movimiento abre la puerta del estudio. El rancio olor del
anciano sentado detrás del escritorio explota en su nariz haciéndola enfurecer aún
más. Acciona el gatillo en dos ocasiones sobre el bulto deforme y marchito que
la mira con desconcierto.
La primera bala
acierta de lleno en un busto de mármol de algún griego famoso, haciéndolo volar
en mil pedazos, desparramando motas de polvo y piedra sobre la elegante madera
del escritorio, los viejos papeles y el raido saco de lana del anciano. La
segunda, a pesar del pulso tembloroso de la mano que empuña el arma de 9 mm, se
impacta justo en la frente del anciano, cuya fría mirada no pierde un ápice de
sobriedad en la foto colgada en la pared.
―¡Pero Susana! ―dice el anciano
con más molestia que temor―, ¿Cuántas veces debo decirte que toques antes de entrar? ¿Cuántas?
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