Bueno amigos, en unas horas comenzará la presentación de
mi primera novela publicada: La Espada de Damocles. Pero para aquellos que no
puedan acompañarme en tan significativo evento, comparto un pequeño relato steampunk.
No tiene nada que ver con la novela, pero aun así me gustaría compartirlo como
agradecimiento por todo el apoyo y la buena voluntad que he recibido en estos
días.
Víctor
Víctor observa al
ave en la ventana con algo cercano a la fascinación. Cierra los ojos y permite
que su suave canto lo transporte a mundos más allá de los cuatro muros de su
habitación. Mundos desconocidos llenos de maravilla y encanto.
Jamás ha salido al exterior, sus padres se
lo tienen terminantemente prohibido, y aunque no entiende el porqué de aquella
negativa, él sabe que debe aceptarla y obedecerla. Después de todo, papá
Charles y mamá Ada lo adoran y cuidan de él de forma encomiable.
Sabe
que es sumamente afortunado, ya que bien podría compartir el mismo destino de
los muchos niños callejeros de Londres, a los que tantas veces ha visto a
través de la ventana de su habitación. Niños tristes y silenciosos. Al menos
eso tiene en común con ellos. Pues desde que naciera, Víctor ha sido
completamente mudo, nunca sonido alguno ha brotado de su boca. Lo que no le
molesta demasiado, ya que fuera de sus padres, jamás ha convivido con otro ser
humano.
Si se lo permitieran, Víctor pasaría todo
el día mirando fuera de su ventana, pero como todas las mañanas, mamá Ada entra
a su habitación y lo saluda con un largo beso en la mejilla, que siempre viene
acompañado por un mimo cariñoso en su espalda. Tras ese amoroso gesto, Víctor
sabe que debe bajar a la cocina y ayudar a mamá Ada a preparar el desayuno,
para después ir con papá Charles a su taller y ayudarle con sus máquinas. Porque
sucede que papá Charles es un tipo de inventor, uno bastante prolífico, dada la
cantidad de engranajes y artilugios, en diversos estados de desarrollo, que
atestan el lugar.
De
vez en cuando mamá Ada trabaja con ellos en el taller, siempre abriendo cuidadosamente
pequeños agujeros en delgadas tarjetas de madera y cobre. Aunque Víctor no
comprende el trabajo de sus padres, sabe que es muy importante y que no debe
hacer nada que lo obstruya o dificulte.
En ocasiones sus padres salen a la calle,
pero Víctor sabe que no puede acompañarles, que tiene que quedarse en casa y
hacer sus tareas como si ellos estuvieran ahí. Cuando eso sucede, se siente muy
solo, pero sus padres lo aman y regresan al poco tiempo, siempre trayendo cajas
con suministros y paquetes de correo.
Por las noches no puede dormir, así que se
sienta en su cama y mira por la venta de su habitación, viajando con el
pensamiento a lugares que nunca ha llegado a ver, pero que sin duda no le
molestaría llegar a visitar algún día. Entonces amanece, entra mamá Ada con sus
mimos y el día comienza de nuevo.
Un día en particular, nota que su madre se
tarda más de lo acostumbrado en entrar a su habitación, lo que provoca en su
interior una especie de crudo desasosiego. Cuando finalmente aparece, Víctor
puede notar que camina lenta y encorvada. Al acercar su rostro al suyo, lo nota
cansado, lleno de delicados surcos que serpentean por doquier. Su cabello
también ha cambiado, de negro brillante a un gris opaco que lo entristece. Su
beso todavía es cariñoso, pero ya no es tan firme ni prolongado. Aún así es
bienvenido.
Una
vez en la cocina, papá Charles se une a ellos. Él también luce diferente. Ha
perdido casi todo su cabello y su estomago se ve abultado. Su andar es torpe,
por lo que se vale de un bastón para ayudarse. Ambos lucen tristes y muy, muy
cansados, pero para él siguen siendo sus padres y por ello los continua amando,
no importa como luzcan.
Aquella
noche papá Charles se desploma dolorosamente en el taller, luce enfermo.
Asustada, mamá Ada le pide que la ayude a subirlo por las escaleras y sola
entra con él a la habitación que comparten, y a la cual Víctor jamás ha entrado,
pues sabe que no debe hacerlo. No vuelve a saber de ellos por lo que resta de
la noche.
La
mañana siguiente es diferente a todas las demás, pues varios desconocidos
entran y salen continuamente de la casa, algunos lo hacen cargando un gran
cajón de madera. Mamá Ada sale con ellos, pero sin olvidar darle el consabido
beso y la caricia en su espalda.
Ella
se ausenta todo el día, no la ve regresar hasta bien entrada la noche, lleva un
elegante vestido negro y es escoltada por dos mujeres de aspecto solemne que
visten del mismo color. Ella las despide educadamente al llegar a la puerta. No
sube a verlo, pero no le preocupa, porque sabe que la verá a la mañana
siguiente.
Por
más que avanzan las horas, mamá Ada no se presenta. De nueva cuenta siente dentro
de sí esa terrible sensación de desasosiego, como si algo muy importante le
hiciera falta y no supiera precisar qué. Tras un largo tiempo toma la decisión
de no esperar más. Sale de su habitación y despacio baja las escaleras. Todo se
encuentra en silencio. Entra a la cocina y la descubre vacía, lo mismo que la
estancia y el pequeño despacho donde se guardan los libros. Con cautela abre la
puerta del taller, pero fuera de las maquinarias y su constante traquetear, no
encuentra nada.
Confundido,
se pregunta si sus padres habrán salido sin que él se percatara de ello, pero
rápidamente descarta la idea, mamá Ada jamás se iría sin antes pasar a verlo. Pero
ya ha registrado toda la casa sin encontrar el menor rastro. Mejor dicho,
“casi” toda la casa. Aún hay un lugar en donde no ha mirado: la habitación de
sus padres.
Él
sabe que bajo ninguna circunstancia debe entrar en ese lugar, pero al final
decide que tiene que hacerlo. No le sorprende que la puerta ceda sin
dificultad, después de todo sus padres confían en él, y aunque lamenta quebrar
esa confianza, decide que es lo mejor. Dentro descubre que mamá Ada está aún en
cama, tiene los ojos cerrados y aferra con firmeza un retrato de papá Charles,
de quien no ve la menor señal.
Despacio
y sin hacer ruido se acerca a su madre e intenta despertarla, pero a pesar de
todos sus esfuerzos no consigue que ella abra los ojos. Lo único que se le
ocurre entonces es subir a la cama y tenderse junto a ella.
Los
minutos pasan rápidamente y se convierten en horas, para cuando Víctor se da
cuenta ya ha atardecido y los últimos rayos del sol se cuelan por la ventana. Sucede
entonces que un resplandor centellea en un rincón de la habitación, justo al
lado del gran ropero de madera de pino. Intrigado por aquello, baja de la cama
y se sitúa delante de aquel brillante objeto.
Justo
en ese preciso momento ocurre una serie de eventos que cambiaran para siempre
su existencia. Para empezar, el objeto en cuestión es algo que jamás ha visto,
se trata de una especie de vidrio, el cual es capaz de duplicar en su
superficie todas las cosas que se colocan frente a él. Pero a pesar de lo
impresionante que eso pueda ser, una de aquellas imágenes duplicadas es lo que
captura toda su atención.
Si
se viera obligado a describirla, diría que se trata de una figura con forma,
estatura y apariencia de niño, sólo que no se trata de un niño, no de uno real
al menos, pues en donde debiera de haber piel y musculo hay una amalgama de
metales, engranajes y pistones, aunque quizá lo más perturbador de todo sea la
gran llave de cuerda que sale de la espalda de aquel niño simulado.
Entonces
Víctor lo comprende todo. Él es una máquina, una de las muchas creaciones de
papá Charles, algún tipo de complicado juguete al que mamá Ada daba cuerda cada
mañana tras la cubierta de un tierno beso. En posesión de aquella verdad
abandona el cuarto de sus padres, sin olvidarse de agradecer el cariño que le
profesaron, y sale de su hogar para no regresar jamás.
Ignora
cuánta cuerda le resta aún a su mecanismo, pero ya que es incapaz de alcanzar
con sus brazos la llave de su espalda, es algo que no le interesa. Lo único
importante es elegir un camino (cualquiera le será útil) y seguirlo hasta donde
le lleve, el resto, no tiene la menor importancia.
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